--crimen alojado bajo el sonido de cuerdas
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Abrí mis ojos.
Música estremecedora, griterío y lamentos; un sueño de Apocalipsis en el ocaso del sonido que escuchaba.
-Y, ¿te gusta? –me preguntó emocionado.
No podía creer lo que escuchaba, un final a una vida puesta así sobre los timbres.
-Pues, ¡Claro que me gusta! Si hasta pareces un músico cortesano, todo un Mozart frente a su muerte.
No sé por qué dije eso; no sé por qué estaba ahí, pretendiendo agradarle a todos mientras inconscientemente me debatía entre el solsticio de desesperación sonoro y el éxtasis tritónico que arraigaba en las progresiones que escuchaba.
Sonrió complacido, mientras volvía a dirigir la orquesta. Me dejó a mí un violín, el primero; finalmente les daría el tono a mis compatriotas.
Vestía elegantemente, y la gente seguía entrando indiferente a la sala mientras terminábamos la pieza. No tenían educación. Si este fuera el siglo XVIII estarían fascinados, una majestuosa sinfonía piano-violenesca con decoros.
Pero seguíamos en el XXI. Todo aburría. No compartían el placer carnal de producir tal calibre musical con tus propias manos. Y aunque no era más que un papel…
-¡La armonía! –Olvidaba que yo hacía la séptima; un punto de suspenso. Luego vendría el desenlace, premeditado; pero qué pasaba si…
Mi idea afloró rápido. Cambio de cuerda, octava más baja, staccato que acuchillaba el suspenso. Todo seguía, y yo lucía mi ingenio. El arpegio final, mayor, terminaría de manera predecible; también tenía que cambiarlo.
Lo finalicé en crescendo, arpegio hacia abajo con nota sostenida, y la séptima de nuevo destruyendo por completo el final de la obra: ahora el protagonista perecía.
Desparecía la armonía, una disonancia cortante terminaba con la obra, y descansé mi mano adolorida. Un final digno de envidia romanticista; genialidad.
Aplausos. Salió la gente, todo como siempre.
Y nadie se había dado cuenta de la invención que se acaba de asentar. Porque todo estaba hecho de antemano, y la creatividad había caído al fondo del olvido.
Quedábamos ambos. Todo el resto me felicitó, agradé con mi improvisación, aunque la obra quedara dada vuelta. Y el director me odiaba en silencio. No podía negar mi genialidad. Pero seguía pensando en que le robé el ingenioso final; él quería, siempre, algo clásico.
Pasó al lado mío sin mirarme.
Le robé la obra, la historia, la vida hecha muerte en una tonada.
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fantasía hecha historia
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